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II Concurso de Relatos Breves Eurostars Hotels 2013

Relato Finalista Publicado

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      Bernardo de Oseira estuvo al borde de la muerte. Durante tres días fue atacado por altas fiebres y sus hermanos de congregación pensaron que el Altísimo le estaba llamando a su lado. De hecho, el Prior del Monasterio de Santa María de San Clodio, ya había dado orden de empezar con los preparativos del sepelio. Juan de Cova no sabía qué había provocado aquel mal en Bernardo, pero no quería arriesgarse a que otros monjes corrieran la misma suerte. Sólo permitía que el hermano Santiago se ocupase del enfermo. En el año del Señor de 1151, nadie estaba a salvo del Maligno.

     Sin embargo, al cuarto día, la fiebre remitió y Bernardo despertó como si tan sólo hubiera estado durmiendo plácidamente durante todo ese tiempo. Santiago pensó que se trataba de un milagro del Señor pero, cuando le oyó hablar, únicamente pudo santiguarse y salir corriendo en busca del Prior. En su delirio, Bernardo no paraba de decir que el Altísimo le había revelado el devenir del Monasterio. Había visto cómo San Clodio abriría sus puertas a viajeros llegados de todas partes: hombres, mujeres, niños, ancianos, incluso animales. Todos serían bien recibidos en aquel remanso de paz y tranquilidad. Afortunadamente, el monasterio seguiría conservando aquellas cualidades a pesar del paso del tiempo. Algunas cosas seguirían igual, pero otras muchas cambiarían. El refectorio sería sustituido por cinco salones distribuidos por los dos claustros. Allí, los comensales disfrutarían de todo tipo de manjares, presentados como si el mismísimo rey Alfonso VII estuviera invitado. Buenas carnes y arroces serían degustados junto a vinos traídos tanto de los alrededores, como de zonas muy lejanas, incluidas las tierras moras.

     El Prior había pedido a Bernardo que le contara en detalle todo lo que había visto. El monje habló de carros de metal de múltiples colores, tirados por caballos invisibles en los que llegarían los viajeros. Describió unos objetos, que él entendía que tenían que haber sido hechos con pedazos de pergamino endurecido con cera, y que los visitantes utilizarían para abrir las puertas. Hizo alusión a unas pequeñas ruedecillas colocadas en las paredes, que los ocupantes harían girar para caldear sus celdas. Éstas, ya nada tendrían que ver con las frías y húmedas zonas de reposo de los monjes. En esa época dispondrían de amplias y confortables camas, así como de un “scriptorium”. Sorprendentemente, todo el mundo sabría leer y escribir. ¡Hasta las mujeres y los niños lo harían!

     Bernardo estaba feliz. El futuro que había visto para su querido monasterio era muy prometedor. Sólo un pequeño matiz enturbiaba todo aquello: los monjes habían desaparecido. Eso le causaba cierto desasosiego. ¿Qué motivos tendría su orden para abandonar aquellas paredes? ¿Lo harían de forma voluntaria o acaso serían obligados por la fuerza? ¿Cuándo ocurriría? Bernardo estaba deseando contarle a todo el mundo lo que le había sido revelado.

     La creciente euforia del monje chocaba con el terror que el Prior había ido sintiendo según le escuchaba hablar. Sus pensamientos iban mucho más allá de las cuestiones planteadas por Bernardo. Él veía otra realidad. Si algo de lo que se había dicho en esa celda salía de allí, tendrían serios problemas. Juan de Cova, un hombre bajito y regordete de casi sesenta años, sintió de pronto un gran peso sobre su espalda. Desde que había sido nombrado en el cargo había intentado por todos los medios evitar cualquier conflicto en el interior, y cualquier problema con el exterior. En algunos momentos, esto había supuesto tener que tomar decisiones muy duras. Este era uno de esos momentos. Juan respiró profundamente dos veces, sonrió y después dijo a Bernardo que no se preocupara por nada. Él se encargaría de todo.

     Al salir por la puerta, pensó con tristeza que esta vez, hacer lo que tenía que hacer, le iba a costar más que en otras ocasiones. Echaría mucho de menos a Bernardo. En casi cuarenta años de convivencia habían llegado a ser buenos amigos. Era una mala jugada del destino que el Maligno se hubiera apoderado de Bernardo y fuera él precisamente el encargado de liberarlo. De Santiago ya se ocuparía más adelante.

     Un poco antes de llegar a la botica, el Prior se cruzó con un hermano que le preguntó por el estado de Bernardo. Juan hizo un gesto de pesar con la cabeza, y le indicó que poco se podía hacer ya. Debían continuar con los preparativos del sepelio. Después, en silencio, rogó a Dios que le perdonase. Él, Juan de Cova, Prior del Monasterio de Santa María de San Clodio, sería el encargado de que Bernardo no faltase a esa cita.

FIN

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Ditar de Luna

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Escritora de novela romántica gótica actual

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